sábado, 2 de agosto de 2014

Venezolana en la Franja de Gaza


Liliana Lara junto con las biólogos Riolama Fernández y Lesbia Granadillo en Israel



A Liliana Lara la conocí cuando estuve en Israel.  Ella es de Monagas, licenciada en letras, egresada de la UDO.  Está casada con un argentino que trabaja en la Zona de Gaza.  Ella es amiga y mantiene contacto directo con la profesora Dinapiera di Donato, otra literata, nativa de Upata, que vive en EEUU.  Frecuentemente le envía reportes de lo que actualmente ocurre entre palestinos e israelías.  He aquí su más reciente despacho:



En estos días de guerra nuestra vida cotidiana está regida por lo que dice el teléfono. El mensaje más repetido que llega a nuestros teléfonos señala la necesidad de permanecer a 15 segundos de un refugio, aunque algunas veces pide quedarse directamente dentro del mismo.
A veces el mensaje dice que al siguiente día los niños del kibutz saldrán a un paseo, que conviene estar lejos de esta zona en guerra. Entonces hay que arreglar todos los detalles, armar morrales con comida y protector solar, prepararse para el viaje. Ir a guarecerse en otra zona, aunque sea momentáneamente.
Hace una semana vino un cantante a cantarnos en un refugio público, lo anunció un SMS repentino. Y yo me dije que qué carrizos iba yo a hacer escuchando a ese cantante, sea quien sea, mientras la guerra sigue su curso irremediable. Pero el encierro era mucho, la angustia era tanta, que por qué no ir a encontrarse con la gente cantando. Así que fui y me alegré levemente. Canté, a pesar de los pesares.
Está cayendo una lluvia de cohetes en la zona de Hof Askelon, señala una triste pero útil aplicación para teléfonos android ideada por un adolescente de esta zona. Entonces presiento el cohete que se acerca. Si cayó por allí, ya viene por aquí –me digo, pero igual debo salir de casa. Manejo aterrada por una desolada carretera del sur.
Los exámenes se harán según lo pautado, dijo el primer mensaje enviado desde el colegio universitario en el que trabajo. Otro mensaje aclaró que quien no se sintiera con ánimo de presentar un examen debido a la situación podía presentarlo otro día. Otro mensaje días después dijo que no, que mejor no, que todo está cerrado hasta nuevo aviso.
Alguna mañana me despierta el tilín de un mensaje recién llegado. Dice que mejor no salir a la calle porque en algunos kibutz cercanos hay una verdadera batalla entre el ejército y terroristas infiltrados por los túneles que vienen desde Gaza. Entonces cierro todas las puertas y las ventanas a pesar del calorón y del aire acondicionado que he debido mandar a arreglar antes de que comenzara todo esto. Sudo de calor y de nervios.
Algunos hoteles ofrecen descuentos a los habitantes de las zonas aledañas a Gaza. El mensaje dice que hay que llamar lo más pronto posible para no quedarse sin cupo. Quienes viven a pocos kilómetros de Gaza tienen habitaciones gratis y van como nómadas de hotel en hotel, refugiados mientras la guerra sigue. Sus casas abandonadas en la línea de fuego.
Los mensajes personales a veces pasan desapercibidos en el maremoto de informaciones.
Los rumores hacen metástasis. Llega algún rumor repetido a todos los grupos de wassap y luego cientos de mensajes que se debaten entre creer o no creer, entre propagar o no propagar. Algunos rumores resultan ser ciertos, pero vaya usted a saber cuál. De las redes sociales mejor ni hablar.
Todos los teléfonos calientes, todos los teléfonos enchufados a cualquier enchufe, cargando urgentemente las baterías, todos los teléfonos moldeando la cotidianidad con sus mensajes, sus verdades, sus falsedades, sus órdenes, sus consuelos.
Gente mirando siempre hacia abajo, sin norte y sin futuro, hacia ese aparato que llevan en las manos. Pocos levantan la vista para ver en el horizonte las columnas de humo que señalan la tragedia más allá de la frontera.
La cotidianidad ha perdido todo asidero. Depende de un mensaje. De una orden. De un pálpito. De un relampagueo en el teléfono.

lunes, 28 de julio de 2014

Liliana Lara, una venezolana en Israel

Israeli raid kills four from single family in north Gaza
Cuando hablo de la muerte, de tanta muerte, a pocos kilómetros de nuestras casas, algunas personas me miran como si estuviese loca. Entonces me siento más que nunca extranjera. Entonces soy vista como verdaderamente extranjera. Tal parece que no es mi acento lo que delata mi extranjeridad, sino mi postura ante la muerte y las guerras. Es para defendernos – dicen algunos. Nadie quiere matar civiles, pero ellos los usan como escudos – explican otros. Les avisamos antes de bombardear, pero ellos no se mueven – concluyen, con los ojos en blanco de tanto nacionalismo. Ninguna de esas teorías aprendidas de memoria y repetidas hasta el hartazgo me parece convincente. Si no se quitan, ¿para qué bombardear? Si son usados como escudos, ¿por qué caer en esa trampa? ¿Acaso la única manera de defensa es esa que construye más odio? Con cada muerto que se suma a la macabra cuenta, Israel se va hundiendo sin remedio.
Sí, es cierto, miles de cohetes han caído en el sur de Israel desde hace más de diez años. Lamentablemente doy constancia de eso porque desde que vivo aquí lo he visto y escuchado con mis propios ojos y orejas. Infinidad de veces he tenido que correr a un refugio, en esta guerra, en la anterior, en la anterior a la anterior, y aún cuando no ha habido guerra y el resto del país está en tranquila normalidad, aquí siempre cae algún cohete. He llorado por algunos de sus muertos que fueron amigos, o hijos de amigos. Miles de cohetes han sido lanzados constantemente a poblaciones civiles sin ningún reparo. Aquí no hay ninguna base militar, este no es un territorio ocupado, esto son simplemente los campos del sur de Israel llenos de kibutz, esas pequeñas comunidades agrícolas fundadas hace mucho tiempo bajo preceptos socialistas y/o comunistas; también hay pueblos perdidos en esta nada, llenos de inmigrantes de la antigua Unión Soviética y de Marruecos, incluso gente que vino de Irak huyendo de otras guerras. Que alguien defienda estos ataques del Hamas me produce la misma nausea que cuando escucho a alguien defender los ataques israelíes.
Cuando hablo del miedo – de todo este miedo, el de aquí, el de allá- y de sus respectivos muertos, algunas personas me miran como si estuviese loca. Entonces me siento más extranjera que nunca. Extranjera aquí, allá y más allá. Tal parece que algunos no están preparados para entender el sufrimiento de la gente común. Estar de este lado cuando todo esto pasa me ha mostrado cuan injustas son las categorizaciones. Así como también, qué poco piensan en el otro aquellos que precisamente se creen solidarios y humanistas. Tal parece que “el otro” sólo puede ser entendido si se parece a nuestro concepto de “otro”, tal como dijo alguna vez Zizek. Si el molde se rompe o se tuerce un poco, pues entonces ya no se entiende nada: ese otro se convierte en el malo y no hay piedad ante él. Estar de este lado de la frontera me ha hecho ver las fisuras en tantos discursos exaltados y fanáticos tanto de los que apoyan como de los que están en contra de una causa o de la otra. La palabra paz es un caparazón hueco en cualquiera de esos discursos.
Liliana Lara es una escritora venezolana residenciada en Bror Hail, Israel. Autora del libro "Los jardines de Salomón".